Las tempraneras y hermosas flores de un almendro abrieron los ojos de Jeremías, para confirmarlo en su dura misión profética (Jr 1,11). Esas flores eran el anuncio de una certeza. Los tiernos brotes de una rama, hasta hace poco aparentemente seca, hacían de parábola natural del cumplimiento de la Palabra de Dios. Las frágiles flores mostraban la victoria de la vida sobre la muerte, la invencible fidelidad del Dios de la vida. Y, ciertamente, la primavera es un prodigio de la vida oculta, aunque todavía promesa del fruto maduro del verano. Nuestro país celebra su día nacional en la época en que todo florece. La fiesta se hace protagonista y desplaza todas las preocupaciones, los resultados y la productividad. Tampoco faltan los excesos. Pero la fiesta expresa la gratuidad de la existencia. Estar y ser con otros en una comunión que nos regala pertenencia, ser un pueblo en la diversidad. Pero la fiesta, como la flor, alude a una certeza. La fiesta es alegría sin fronteras ni condiciones. En la Biblia, la misma plenitud del Reino de Dios se presenta bajo la figura de un gran banquete. Jesús dio inicio a sus signos con el abundante vino de una fiesta de bodas. Y los Apóstoles se consagraron al anuncio de la alegre noticia (evangelio) de la salvación en Cristo. Toda la evangelización tiene carácter festivo, alegre. La eucaristía es la fiesta de bodas del Cordero inmolado y vivo.
Esta dimensión festiva es el alma de la liturgia y de la vida cristiana, aunque se vive todavía de manera imperfecta, como promesa del verano eterno y sus frutos. “Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta” (Pablo VI. Gaudete in Domino, n. 7-8 1975).
Es cierto que la fiesta puede vivirse como evasión, pero esto afecta también a toda actividad humana. La gratuidad de la celebración no significa irracionalidad. Al contrario, la fiesta tiene profundas razones humanas y divinas. La fiesta es algo serio y requiere un profundo respeto. “Gaudete et exsultate” son las primeras palabras con las que el papa Francisco iniciaba su exhortación a la santidad, están tomadas del sermón de la montaña de Mateo, precisamente del sermón de las alegrías de los discípulos. Ahí están las profundas razones de la felicidad cristiana, pero como vemos, se alejan del jolgorio superficial; más aún, van a contracorriente de las alegrías mundanas. Por lo tanto, la verdadera fiesta es lúcida, no olvida el dolor ni el sufrimiento, pero reafirma la fuerza de la vida que es gratuidad absoluta e inestancable. Ante la crítica de los fariseos sobre la nueva actitud de sus discípulos, Jesús responde, también en términos de bodas: “¿Pueden ayunar los amigos del novio mientras el novio está con ellos?” (Mc 2,19). La fiesta, como la flor, relativiza la muerte. Abre una fuerza irrefrenable de esperanza. Es una apuesta por la vida. La gran parábola de la misericordia de Lucas concluye con una necesidad, más que conveniencia: es necesario regocijarse y alegrarse “porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado”. La fiesta es la única actitud adecuada a la salvación, la cual resplandece cuando se celebra la comunión familiar que brinda la amistad.
De esta manera, toda fiesta lleva una certeza. Nadie celebra en el vacío. Si todo un pueblo hace fiesta y se alegra, eso habla de aquellas certezas que lo fundan y actúan como fuentes de renovación y florecimiento permanente en la historia. Valdría la pena explicitar esas certezas compartidas. A veces escuchamos de estadísticas de felicidad de los pueblos y se indaga en las causas. Pero lo que hace feliz a uno no corresponde necesariamente a otros. La fiesta precede a sus razones, brota del Espíritu. Por cierto, puede haber motivos para festejar algo y alegrarse, pero más allá de sus motivos rastreables, la vida misma es la fiesta, como la flor del almendro, cierto que apunta a un cumplimiento, pero ella misma, de por sí, es la fuente de la alegría. Es la vida la que sonríe en primavera.
Detengámonos un momento y pensemos: ¿qué lugar ocupa la fiesta en nuestras vidas?, ¿qué espacio damos a la alegría del compartir gratuito? ¿Cuáles son hoy los motivos para celebrar? Y, por último, de manera más modesta, pero no menos importante: ¿cómo anda el sentido del humor, rasgo propio de la alegría?
“El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. Ser cristianos es ‘gozo en el Espíritu Santo’”.
Rm 14,17.