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En un breve y luminoso pasaje de ‘Historia de un alma’, Santa Teresita de Lisieux explica por qué muchas veces sentimos una melancolía especial el día domingo. Ante el fin inevitable del Día del Señor, quisiéramos retener por siempre el encuentro con nuestra comunidad religiosa o familiar. Nos gustaría dilatar la alegría de la conversación sin prisas, y detenernos en la satisfacción de la sobremesa, como si fueran el reflejo de un tiempo gratuito y, a la vez, pleno.

Este magistral argumento de Teresita permite describir una verdadera paradoja humana: somos seres temporales, pero nos cuesta tener una relación armónica con los ritmos vitales. Nacemos y vivimos en el tiempo; transitamos desde la niñez hacia la juventud y la adultez; sabemos por nuestros mayores de qué se trata madurar, comprometerse con un sueño y esperar el encuentro definitivo con el Señor. Sin embargo, aunque debiéramos ser expertos en el modo en que sentimos, comprendemos y administramos el tiempo, muchas veces su experiencia cotidiana nos resulta extraña o desorienta. En particular, suele pasarnos inadvertido que el presente alberga una conexión especial con la eternidad.

A propósito, el Papa Francisco en 2021 recuerda que el presente es “el único tiempo que está ahora en nuestras manos, y que estamos llamados a aprovechar para un camino de conversión y santificación”. Es aquí y ahora donde cada uno define su apertura o cerrazón a una vida en comunidad con Jesús. No en el pasado, que puede ser muy hermoso, tranquilo o triste, pero que definitivamente ya pasó; ni en el día de mañana, que puede mostrarse cargado de ansiedad, éxito o de aburrimiento, pero que nadie puede asegurar que alcanzará a ver. Por gracia de Dios, para el cristiano, el “hoy” prefigura el “siempre”.

Cada época tiene un modo peculiar de abordar el presente. Para nuestra cultura de la inmediatez, el tiempo presente está tan exigido de eficiencia, productividad y logros, que no es extraño escuchar como queja ‘Estoy harto de estar cansado todo el tiempo’. Ante esto, muchos aprovechan la mínima oportunidad para soñar fantásticas vacaciones. Su descanso es un evento futuro, embriagante pero transitorio. Otros añoran jubilarse para no hacer nada, pero descubren luego que quitarle al presente su propósito puede convertirlo en un laberinto.

En el Evangelio existen distintas referencias que pueden ayudarnos a vislumbrar al descanso como una forma de vivir plenamente el presente. Jesús, de hecho, sabe descansar: duerme en la barca, invita a sus discípulos a reponerse después de haber predicado, se retira, etc. Ciertamente, no se trata de un descanso perezoso -como si Jesús prefiriera postergar la tarea que tenía por delante- ni angustiante -como si no hubiera encontrado sentido en su vida-. El Señor descansa porque el trabajo realizado lo ha cansado, claro. Porque quiere recuperar fuerzas para el futuro, por supuesto. Pero también descansa porque esta pausa es parte del designio divino sobre la felicidad humana: descansar es una humilde demora ante el don presente.

Un modo concreto para aprender a reconocer la eternidad del presente es atrevernos a descansar como Dios descansa: sin culpa, sin ansiedad, sin distracciones, con una atención predilecta por el bien que nos es dado, aquí y ahora

¿Qué cargas del pasado y ansiedades del futuro me impiden disfrutar del presente? ¿Cuáles son los presentes más valiosos que me permiten vislumbrar un poco de Cielo? Cuando puedo descansar, ¿lo disfruto o estoy lanzado hacia alguna preocupación futura o atrapado por un tema sin resolver del pasado? ¿Le he pedido a Jesús que me ayude a descansar mejor?

“Solo en Dios halla descanso mi alma; de él viene mi salvación”.

Salmo 62,1.





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